PENITENCIA: LA MORTIFICACIÓN



Como venimos diciendo en repetidas ocasiones, los tiempos de Adviento y Cuaresma están especialmente señalados para la conversión, la cual solo puede alcanzarse a través de la Oración y la Penitencia; y como penitencia podemos entender, o bien el sacramento de la penitencia o reconciliación, que es lo que conocemos como confesión, o bien la mortificación. Pero, ¿Qué es la mortificación?, ¿Qué sentido tiene llevarla a cabo?


La mortificación para un cristiano constituye un sacrificio mental o físico, realizado por amor a Dios, con el fin de unirnos a la Pasión de Cristo y, por lo tanto, participar de esta manera en la obra de la Redención. Por lo tanto, la mortificación cristiana es la imitación de la mortificación voluntaria de Jesucristo, que padeció por nosotros y nos llamó a que le imitásemos en la voluntariedad de la búsqueda de la mortificación cuando nos invita a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle(Mt 16, 24-26; Lc 9, 23).


S. Juan XXIII, en la Encíclica Paenitentiam Agere, de 1 de julio de 1962, sobre la necesidad de la penitencia interior y exterior, dice: Ningún cristiano puede crecer en santidad, ni el cristianismo en vigor, sino por la penitencia. Por eso en nuestra Constitución Apostólica que proclamó la convocatoria del Concilio Vaticano II,  urgimos a los fieles a prepararse espiritualmente para este acontecimiento por medio de la oración y otras prácticas cristianas, y señalamos que no pasaran por alto para ello la práctica de la mortificación voluntaria”.


Por lo tanto, el sentido de la mortificación para el cristiano no es otro que, como decía Sta. Teresa de Jesús, unir nuestra vida a la Cruz de Cristo: “Esforcémonos a hacer penitencia en esta vida. Mas ¡qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados  la tiene hecha y no ha de ir al purgatorio! ¡Cómo desde acá aun podrá ser comience a gozar de la gloria! No verá en sí temor sino toda paz”. (Camino de perfección, cap. 40,9).


Podemos entender entonces que, puesto que debemos unir nuestra mortificación a la obra de Redención de Nuestro Señor, esta no está completa; pero no es así. El Sacrificio de Cristo es suficiente y perfecto para la Redención de la humanidad, y no solo no son necesarios otros sacrificios, sino que ningún otro es agradable a Dios por no ser totalmente perfectos como el que realizó su Hijo. ¿Entonces por qué mortificarnos? Pues porque lo que Dios quiere, no es que hagamos otros sacrificios; lo que Dios quiere es que nos unamos con nuestro sacrificio, al único sacrificio válido y verdadero: el de la Cruz.

¿Qué es esto de la mortificación externa e interna? La mortificación interna atiende a todo aquello que afecta a la psique, y la externa a todo aquello que afecta a lo material. Así, una mortificación interna será, por ejemplo, dominar las pasiones que tenemos y que están asidas a las cosas de este mundo; sin embargo, una mortificación externa será infligir un sacrificio físico, como el que hacemos en la estación de penitencia. Con esto de la mortificación física, podría pensarse que los cristianos somos masoquistas, pero no es así, hay que entender bien la mortificación externa o física.


La mortificación externa o física no busca el dolor por el dolor, por sentir placer en él; la mortificación física cristiana no castiga al cuerpo porque lo considere malo frente al alma, tampoco, ya que el cristianismo valora profundamente el cuerpo al ser una creación divina. El sufrimiento de la penitencia cristiana no es un castigo, sino una búsqueda ordenada de unión con Cristo, por amor.

Como recordó el Concilio Vaticano II es uno de los modos de la abnegación en que se ejercita el sacerdocio común de los fieles (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 10). Es inevitable hablar de mortificación física y no pensar en cilicios y disciplinas, de los cuales hay mucha exageración y leyenda negra alrededor de los efectos que causan. Pero la auténtica mortificación corporal cristiana no debe hacerse nunca de forma desmedida o incontrolada; y por tanto, cuando se vive ordenadamente no perjudica nunca la salud: de hecho, realizar una estación de penitencia es un buen ejemplo de mortificación física, la cual, hecha con mesura tal y como recomienda la Iglesia, no supone nada más allá de una incomodidad corporal perfectamente soportable.


Por el contrario, la mortificación interna conlleva una incomodidad mucho mayor, aunque a simple vista no lo parezca, y es más agradable a los ojos de Dios (“Misericordia quiero, y no sacrificios” -Os 6,6-). Esto es así porque la mortificación interna supone una verdadera abnegación, un auténtico abandono de nosotros mismos y, por lo tanto, una autentica mortificación ya que morimos a nosotros mismos negándonos. Esta consiste en hacer pequeños sacrificios, sin grandes alardes ni actos desmedidos como pasa en la física, como por ejemplo: retrasar el vaso de agua (o lo que cada uno beba durante las comidas) al segundo plato o, incluso, al final de la comida; el minutos heroico (levantarse sin dilación en cuanto suena el despertador); no remolonear en nuestras ocupaciones; callar antes de hablar mal; sonreír cuando no apetece; dominar el mal genio, tratando con la caridad a la que estamos obligados, a todos aquellos que nos rodean aunque tengamos un mal día; escuchar con paciencia al que lo necesita; no dormir siesta y sustituir ese tiempo por el rezo del Rosario; ¡asistir a misa!; comer más de lo que no nos gusta y menos de lo que más nos gusta; y así, un largo etcétera de cosas que pueden parecer nimiedades y tonterías, pero que, sin duda, son las más agradables a los ojos de Dios, ya que solo Él y nosotros las vemos y nos cuesta una barbaridad llevarlas a cabo. Dependiendo de aquello a lo que concedamos  verdadero valor en esta vida, nos mortificaremos de una manera u otra: a los que valoran el deporte no les extraña que haya personas que hagan grandes sacrificios y renuncias para conseguir determinadas metas deportivas, como hacen los deportistas de élite; otros valoran la estética y se mortifican, día tras día, para adelgazar hasta alcanzar la silueta que desean. ¡Incluso se someten a operaciones de quirófano, con riesgo de sus vidas!


La cuestión no radica, tanto en la mortificación en sí misma, como en su finalidad.


Hay personas que, igual que hace dos mil años, se escandalizan de la Cruz de Cristo (cfr. 1 Cor  1, 23). Se escandalizan de que haya cristianos que se mortifiquen, uniéndose a los sufrimientos de Cristo Crucificado y sin embargo no se escandalizan cuando otros se mortifican y se niegan a sí mismos en actividades que exigen altas cotas de renuncia (por ejemplo, para ganar un maratón). Para entender la mortificación cristiana hay que aceptar la posibilidad de que una persona se esfuerce para alcanzar un fin más alto que un logro deportivo, una buena silueta o una nariz armónica.

Como escribía S. Pablo, el atleta es continente en todo, y sólo para alcanzar una corona perecedera; mientras que nosotros la esperamos eterna (1 Cor 9, 25).


Y, ¿qué razones hay para mortificarse? El hombre experimenta numerosas tendencias opuestas a la dignidad del hombre (soberbia, pereza, concupiscencia de la carne, etc.), que dificultan reconocer la verdad y realizar el bien. La Revelación divina y la fe muestran el origen de ese desorden interior que hay en el hombre: es el pecado original que, incluso una vez perdonado por Dios, ha privado a la naturaleza humana de la impasibilidad de la que gozaba Adán y además, ha dejado herida esa naturaleza (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 13). Esas heridas de la naturaleza, debidas al pecado original, pueden agravarse por los pecados personales, que suelen engendrar vicios. Pero estas heridas pueden también aliviarse: por la gracia divina, que eleva y sana la naturaleza, y por la mortificación cristiana.

La mortificación cristiana, pues,  ayuda a rechazar los impulsos desordenados y purifica los actos humanos y al mismo hombre.

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