LA PENITENCIA SACRAMENTAL

La penitencia sacramental, sacramento de la penitencia, reconciliación o simplemente la confesión, es otra forma de hacer penitencia. ¿Por qué? Pues porque supone, como el resto de penitencias, la negación de uno mismo, pero sobre todo, porque supone dar un duro golpe a nuestro “súper yo”, a nuestro ego… y eso duele, y duele mucho.

El reconocerse pecador, el reconocer los propios fallos y sobre todo, reconocer que hemos ofendido a Dios, supone un problema gordísimo, porque si ya nos cuesta reconocer nuestra equivocación y nuestra ofensa a un prójimo (a nuestros padres, hermanos, amigos, compañeros de trabajo, pareja, etcétera), aquél al que vemos y podemos tocar, oír y/o escuchar; y lo que es más difícil, rebajarnos para pedirle perdón. Imaginémonos cuanto más nos cuesta reconocer que hemos ofendido a Aquél al que no vemos, ni podemos tocar, ni podemos oír y/o escuchar (o eso se supone).

La Confesión es un Sacramento que pertenece a los llamados “Sacramentos de Curación”. ¿Qué quiere decir esto? Veámoslo:

Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo; ahora bien, esta vida la llevamos en “vasos de barro” (2 Co 4, 7). Actualmente nos hallamos aún en nuestra “morada terrena” (2 Co 5, 1). Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado. 

El Señor quiso que su Iglesia continuase con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: el de la Penitencia y el de la Unción de los enfermos.

“Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él” (LG 11). Por lo tanto, el Sacramento de la Penitencia o Confesión, es un sacramento de conversión. Jesús llama a tal cosa y esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15).

Esta llamada de Nuestro Señor a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión, posterior a la del Bautismo, es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia la cual, aunque siendo santa, al mismo tiempo necesita de una purificación constante y busca incesantemente la penitencia y la renovación (LG 8). 

Y a partir de aquí, empiezan los “respetos humanos”, los remilgos… el YO con mayúsculas. Y la primera cuestión que nos supone un problema es abrirle al sacerdote nuestro corazón, dejarlo entrar en nuestro foro interno, hurgar en nuestras miserias: “¡¿Cómo le voy a contar yo al cura tal o cual cosa?!” “ ¡¿Estamos locos!?”  “¡¿A él que le importa lo que yo hago con mi pareja!?” “ ¡Qué tontería, yo me confieso directamente con Dios!”... Efectivamente, tú y todo el mundo… ¡nos confesamos directamente con Dios!, pero a través de un sacerdote.

Y esto, ¿por qué es así? Pues porque un sacramento es un signo visible de la Gracia invisible, es decir, un sacramento es la confirmación “sensorial” de aquello que Dios nos otorga (su perdón, su misericordia, las innumerables gracias que se nos concede a través de la eucaristía como la paciencia, la humildad, la sabiduría, la templanza, la fe, la esperanza, la caridad… y así  un larguísimo etcétera). Y por otra parte, el sacerdote a la hora de administrar un sacramento, es “alter Christus, ipse Christus” (otro Cristo, el mismo Cristo). 

De tal forma que, por muy indigno que sea el cura que nos atiende y nos administra el sacramento, la misericordia de Dios es tan infinita y la Gracia que derrama sobre nosotros es tan inmensa, que el medio por el cual nos la concede, que es el sacerdote, es lo que menos importa. A la hora de recibir la Gracia Divina por medio de un sacramento, lo que verdaderamente importa somos Dios  y nosotros, nada más, ni nadie más... en ese momento  el sacerdote no es más que un simple puente del que Dios se sirve para amarnos, es un siervo a la Voluntad de Dios de querernos y de dejar que nosotros le queramos.

Puesto que Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20, 23; 2 Co 5, 18), los sacerdotes continúan ejercitando este ministerio. Pero ¿es el sacerdote el que perdona los pecados? ¡NO!, ¡NO! Y MIL VECES ¡NO! El único que perdona los pecados es Dios. ¡Sólo Él! (cf Mc 2, 7).

 Y Jesucristo, que es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2, 10) y ejerce ese poder divino  “Tus pecados están perdonados” (Mc 2, 5; Lc 7, 48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20, 21-23) para que lo ejerzan en su nombre. ¿Cómo puede ser esto? Muy sencillo, Cristo quiso que su Iglesia fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Por ello confió el ejercicio del poder de la absolución al ministerio apostólico, el cual está encargado del “ministerio de la reconciliación” (2 Co 5, 18). El sacerdote es enviado en nombre de Cristo, y es Dios mismo quien, a través del sacerdote, exhorta y suplica que nos reconciliemos con Él (2 Co 5, 20).

Los sacerdotes, cuando celebran el sacramento de la Penitencia o Confesión, ejercen el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador. El confesor no es dueño, sino servidor del perdón de Dios.

La Santa Madre Iglesia es consciente de la delicadeza de este sacramento y del respeto debido a las personas, por ello obliga a todo sacerdote que oye confesiones, a guardar secreto absoluto sobre los pecados de los penitentes, bajo penas muy severas (cf Código de Derecho Canónico can. 1388, 1; Cuerpo Canónico de la Iglesia Oriental can. 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama “sigilo sacramental”, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda sellado por el sacramento. 

¿Importa al sacerdote nuestra vida íntima? Pues, más allá de lo que atañe a ayudarnos a ser mejores hijos de Dios… ni lo más mínimo; no le importa nada. Al sacerdote solo le importa en la confesión ser instrumento de la misericordia de Dios. Este tipo de ahondamiento en el pecado, corresponde más a la dirección espiritual, la cual sirve para desnudar nuestra alma completamente a fin de que el sacerdote que nos dirija espiritualmente pueda dar consejos que nos sean de provecho espiritual y nos ayuden a unirnos más íntimamente a Cristo. Pero la dirección espiritual es un tema que trataremos en otro momento.

Así pues, en la confesión, con reconocer el pecado genérico, es suficiente. Por lo tanto en la confesión declararemos que hemos pecado contra la pureza, la castidad, que hemos mentido (aquí si es importante decirle al sacerdote si con nuestra mentira hemos dañado la integridad moral de alguna o varias personas), si hemos robado… etcétera; cada cual, lo que tenga en su haber.

Es complicado, por eso precisamente es una penitencia. El truco (que como todo en esta vida lo tiene) está en tener un confesor fijo, que sea de nuestra confianza y merecedor de nuestro cariño. Pero sobre todo, tenemos que tener en cuenta que la confesión es un Sacramento de Amor. Suena muy ñoño y muy rancio, pero es así: no hay mayor muestra de amor que reconocer nuestra ofensa a otro, porque esto nos humaniza, nos desdiosa, nos hace reconocedores de que amamos tanto a Dios y al prójimo que nos duele en el alma haberlos ofendido… si no se tiene amor en el corazón se es incapaz, ciertamente, de dar este paso. 

Por amor buscaremos un confesionario con celosía si es que nos da vergüenza que el sacerdote nos vea; por amor nos negaremos a confesarnos cara a cara si es que eso supone un problema para que le pidamos perdón a Dios por haberle ofendido; por amor un sacerdote facilitará la confesión anónima; por amor, por amor, por amor, por amor, por amor… A ninguno se nos ocurriría ofender a nuestra madre y no ir a pedirle perdón bajo el pretexto de que "yo se que me perdona, no me hace falta ir a pedirle perdón".

Desde la vocalía de formación esperamos que recapacitemos sobre este gran sacramento y sobre la necesidad que tenemos del Amor de Dios, de su perdón, de sentirnos querido por Él; y solo podemos sentirnos queridos por el Padre cuando escuchamos explícitamente que nos perdona. Como vocal de formación, he de confesaros que me confieso cada quince días, la mayoría de las veces tras la celosía de un confesionario, que me supone muchísimo esfuerzo manifestar mis miserias… pero que la alegría y la paz que siento después de pedirle perdón al Padre, es indescriptible (Algunos de vosotros me habéis visto confesar con D. Ignacio de Nicolás, así que no sabéis que hablo por hablar). Os animo a vencer vergüenzas y miedos… ningún sacerdote se va a escandalizar de nuestros pecados, os lo digo yo, ni se va a levantar del confesionario increpándonos a voz en grito y señalándonos con el dedo; todo lo contrario, al confesar, seremos testigos del amor misericordioso del Padre manifestado a través de su ministro.
Espero que este artículo os sirva de verdad y sea de vuestro provecho.

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