Tras la Muerte del cuerpo, y el Juicio del corazón,
continuamos con la meditación de lo que en nuestros postreros días nos
acaecerá: el destino fatal de la pena eterna del Infierno, el estado de
semigracia del Purgatorio, o la gracia inmensa e infinita y el goce pleno de
ver a nuestro Creador cara a cara en toda su Gloria, habitando con Él por toda
la eternidad.
Antes de nada habremos de contemplar la idea del Infierno,
para así ser conscientes de que somos pecadores sí, pero capaces de corregirnos
por nuestro amor a Dios. Como decía S. Agustín: “no es santo el que sabe cómo
no caer, sino el que cae … y se levanta por amor a Dios”. La contemplación de
lo que nos puede esperar en el Infierno ha de llevarnos a un aborrecimiento
total del pecado y a unir, por María, nuestras almas a Dios y a su servicio.
Salvo que elijamos libremente amar a Dios, no podemos estar
unidos con Él. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él,
contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la
muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún
asesino tiene vida eterna permanente en él” ( 1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos
advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades
graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf Mt 25, 31-46).
Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso
de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y
libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios
y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.
Jesús habla con frecuencia de la “gehena” y del “fuego que
nunca se apaga” (cf. Mt 5, 22-29; 13, 42-50; Mc 9, 43-48) reservado a los que,
hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a
la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves
que “enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad…, y
los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la
condenación: “¡Alejaos de mí, malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno
y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal
descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren
las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002;
1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación
eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad
para las que ha sido creado y a las que aspira.
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la
Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la
que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno.
Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad
por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha
la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la
encuentran” (Mt 7, 13-14).
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el
consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera
que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entra con Él en la boda y ser
contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos,
al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde “habrá llanto y rechinar de dientes”
(LG 48).
Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf. DS 397;
1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un
pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y
en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de
Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2
P 3, 9).
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