NOVÍSIMOS: LA MUERTE



Ya inmersos en plena Cuaresma, no me gustaría dejar pasar la ocasión para seguir con un poco de formación cristiana, algo fundamental en nuestra vida cofrade para saber "dónde estamos metidos y por qué lo hacemos". Todo tiene que tener un fundamento, sólo de esta forma tendrá sentido realizar la Estación de Penitencia, dándole la riqueza necesaria, no sólo la estética (que también es importante). En esta ocasión, con la ayuda de nuestro hermano José Luís Linares, y con aprobación de nuestro Director Espiritual el Rvdo. D. José Granados, paso a dejaros unos escritos sobre los Novísimos, que estarán dividido en 4, e iré subiendo cada semana. Os dejo el primero de ellos:


Como bien se nos indicaba en la misa del Miércoles de Ceniza por nuestro consiliario el Rvdo. Padre D. José Granados, el tiempo de Cuaresma para un Católico ha de ser un tiempo de Penitencia, Oración y Limosna. 

Atendiendo a la necesidad de oración en este tiempo litúrgico, ha sido tradición en la Iglesia dirigir la oración de los fieles a la meditación y contemplación de los llamados Novísimos o Postrimerías, es decir, a aquellas cosas y hechos que tienen lugar al final de la vida de los fieles, y tras él. Los Novísimos o Postrimerías son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria y yo propongo a los hermanos lectores de este blog, y a los que no son hermanos de nuestra corporación, a la meditación semanal de cada uno de ellos, empezando en esta primera semana de cuaresma por el primero, es decir, la Muerte.
Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho a la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado [preparado], ¿Cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo. Tomás de Kempis,  1,23,1).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas.  “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9,27), por lo que no hay “reencarnación” después de la muerte, según creemos los cristianos. Jesús gustó la muerte para bien de todos (cf. Hb 2,9) y por ello la muerte es el final de la vida terrena, aspecto este que da urgencia a nuestras vidas. Del mismo modo, el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra existencia: “Acuerdate de tu Creador en tus días mozos … mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio (Qo 12, 1.7).

Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rm. 6, 23; cf. Gn. 2, 17), y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor, para poder participar posteriormente también de su Resurrección (cf. Rm. 6, 3-9; Flp 3, 10-11).

La muerte fue transformada por Cristo, el Hijo de Dios, que sufrió también esta, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb. 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm. 5, 19-21). Gracias a Cristo la muerte cristiana tiene un sentido positivo: “Para mi, la vida es Cristo y morir una ganacia” (Flp 1, 21).

En la muerte Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de S. Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp. 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc. 23, 46).

El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy inútiles que sea, no pueden calmar esa ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano (GS, 18).

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro  del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera (GS, 18)

La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la literatura de la Iglesia: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (MR, Prefacio de difuntos).

“Es necesario perder todas las cosas … para ganar a Cristo, y ser llamado en él” y “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 8-11).

Dice S. Ignacio de Antioquía en el capítulo 6, versículos 1-2, de su Carta a los Romanos: “Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros, lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros”.

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